Tiempos de renuncias y prohibiciones: perdí mi libertad

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Sara Lovera

A mi padre que nació un 16 de abril.

SemMéxico, Cd. de México, 16 de abril, 2021.- ¿Han visto en alguna película cómo se para el reloj y se congela su tic tac? ¿Algún día pensaron en las novelas de ciencia ficción donde nada es reconocible? [1] ¿Han jugado a dejar pasar el tiempo, como si fuera una muerte anticipada? Como Alicia en el País de las Maravillas ¿se han hecho chiquitas y se pusieron a explorar el mundo irreal, de ríos y montañas no asequibles?


La sensación de otredad, una que no explica ninguna filosofía, me ha cundido. La realidad se ha convertido, de pronto, en virtual, digital, gaseosa. Y las palabras, los debates, los discursos, la música en vivo y los textos se deshacen en medio de las computadoras o los teléfonos inteligentes.


Esos parecen ser mis días. Nada peor para una humana que habla hasta por los codos, que le gusta besar a sus amigas y saludar con abrazos en estos tiempos de distanciamiento social motivado por la pandemia.


Nada explica el desarrollo de la civilización humana, como el encuentro entre nómadas, el descubrimiento del fuego y luego de la agricultura. Nada más social que el diálogo y el intercambio. Es más, sostengo que nada podría haberse creado para modificar la naturaleza y construir el florecimiento humano y la cultura, que no se haya fundado en el debate de las ideas, por eso nació el ágora. Nada de pensar a solas, sino en conjunto.


Dicen que, al principio de la historia, así se descubrió cómo el fuego fue fundamental para la comida cocida y caliente, que permitió ablandar las mandíbulas de nuestras ancestras. Igual, las ciudades fueron el resultado del sedentarismo, es decir, la construcción de pueblos y comunidades solo se hizo posible por el intercambio humano.


Y el amor, la amistad, la competencia, el conocimiento también fueron resultado de los grupos humanos, encontrándose en la planicie, el desierto o las costas, para hablar, discutir, debatir, contrastar, compartir, abrazar, hacer el amor y festejar en montón, con una o varias copas en la mano.


Por ello nada parece más sobrecogedor que la renuncia a socializar. Nada peor que tomar distancia, renunciar a las reuniones, dejar de ver a mis amigas, desistir a tomar la carretera, el avión, el barco, el autobús. Resignarse, como si no hubiera remedio, a cerrar los ojos porque no se ven los paisajes, ni se pueden tocar los árboles o llenarse los pies con la maleza a la orilla de una carretera. Y luego, morirse del miedo, porque está amenazada nuestra capacidad de tocar y sentir la tibieza de la piel ajena, donde no importa ni la edad ni el sexo.


Es como si de pronto te encontraras en el camino con esa vejez ignorada.


Y mi tiempo lo ocupo en ver fotografías, imágenes de un museo que visité en otro tiempo. Los mercados, las construcciones, las iglesias y la gente atiborrada en una esquina de Nueva York o en el centro de Berlín, o el mercado de dulces de Morelia.

Mirar las fotos es una nueva costumbre en mi vida, porque es como recorrer una biografía impresa que te pone en la mente los cafetines llenos de hombres en Marruecos o los pastelitos de París, o un helado enorme una noche oscura en Roma, o de cualquier lugar que se te ocurra. Fotos que te recuerdan la vieja carcomida calle de Bucareli de los plantones de maestros y maestras.


Y eso es mirar fotografías como sacadas de un libro escondido en los estantes desde hace mucho tiempo. Hasta hace apenas un año, nunca tuve tiempo para organizar esas fotografías, muchas no las había vuelto a ver en 20 años.
Tal cosa, eso de mirar fotos, me ha permitido pensar en las muchedumbres ahora prohibidas; las de los encuentros feministas como uno masivo en El Salvador, o los encuentros con periodistas; recordar caras, nombres, a veces anécdotas curiosas o discusiones agrias.


No soy la misma, me he dejado encanecer como si hubiera pasado una década y no he encontrado la forma para armarme una rutina, un horario, lo mismo me baño a las ocho de la mañana que a las ocho de la noche. Y me descubrí dejando horas, días, semanas, la cama sin hacer.


Y descubrí que hay tardes en que, parada frente al closet, me hago siete cambios de ropa, la que quién sabe si un día vuelva a ser lo mismo, como cuando tenía muchos compromisos. Perdí hasta la idea concreta del cambio de clima y solo por casualidad detecté una tolvanera o un chubasco.

Lo que de pronto se perdió fue la libertad. Está por ahí escondida, en los recodos de mi casa. No la encuentro.
Es eso. La renuncia es lo que acosa, lo que hiere. La renuncia a comer donde se te ocurra. Y ya olvidé cómo visitar las exposiciones de los museos. Me sorprende y desconozco el ruido urbano.


Es posible que todo, como en una ráfaga, todo en la vida haya cambiado. Ahora la renuncia parece ser el signo. Y nada parece tener una respuesta. Hay ratos como los de antes, cuando te sientas frente al televisor, mirando y escuchando las noticias, como desde otra esquina. Donde las y los humanos siguen discurriendo, en sucesos del crimen, el feminicidio, la lucha por el poder, los acontecimientos, esos muy lejos del encierro. ¿Será verdad? o es un película, una historia, algo que no puedes tocar, ni sentir, que está allá, muy lejos.

Este es un sufrimiento. Me di cuenta de que he dejado de ser testigo y, por tener más de 70, insisto en anclarme, como necia que soy; sí, anclarme a la vida; por eso me resisto a salir a ver personas, sentarme en un cine, reportear, armar un cumpleaños, festejar un avance, compartir una rica comida. Todo está prohibido, porque me puedo contagiar y contagiar a otros y otras.


Esta es la sensación y la realidad del covid-19. Gracias a nuestra capacidad de adaptación, como después de una guerra o un huracán, parece que no pasa nada. En el WhatsApp o el auricular del teléfono, lees o escuchas a personas concretas, la voz humana, y haces planes, discutes, hablas, pero la realidad es que estás sola.


A mí no me gusta estar sola, así como ahora, aunque la virtualidad acerque a las personas que amas, estimas, quieres o que son tus socias. En realidad, a muchas de ellas ya hace un año que no las miras de verdad, que no las tocas, que no las increpas, que no compartes, que no te peleas, que simplemente se han esfumado y son como una película, están en una pantalla, y luego viene la noche, larga, tremendamente oscura y en silencio.

Es el distanciamiento social lo que más me tiene afectada, confundida, destrozada.
Durante muchos años no había experimentado este enorme vacío.


He rellenado mi tiempo con los libros, las novelas, los chismes periodísticos -todos virtuales- y con una feroz actividad doméstica. Sacudo, acomodo, lavo, plancho, me invento comidas. Los primeros meses, desde que apareció el bicho, que por principio parecía una noticia del horror, asiática y distante, me confiné con dos personas. El día se iba lento y molesto. Ahí comenzó la ferocidad doméstica, sin dejar mi actividad principal, esa, sí, la periodística, pero estrictamente virtual.
Luego retorné a mi casa. Y ahí se me perdió el hilo de la rutina. Esa que adopté hace 17 años cuando enviudé y, técnicamente, me quedé sin compañía en la vida cotidiana. Una rutina fantástica. Tres días por semana me autoconfiné ¿Por qué ahora me hago tantas preguntas?


Confinada pasaba horas frente a la computadora, -como ahora-, a veces ni sabía cuándo comía o qué día me tocaba bañarme. Días aprovechando mi híper actividad, arreglando papeles y acomodando cosas en los cajones. Solo tres días a solas o con compañía de trabajo, a veces sin hablar con nadie. Desde entonces me hice adicta al Whatsapp.


Pero ¿qué creen? Los otros días de la semana siempre estaba de viaje. Muchas veces me tomaba un autobús y luego un avión. Durante años recorrí la República y buena parte de otros países. Los días del confinamiento servían para preparar materiales. Bueno, hasta rechazaba la compañía.


Luego me echaba al mundo. He dormido en cientos de cuartos de hotel. En decenas de casas ajenas, ahora sé que eran días de libertad total. Nada de cosas domésticas, olvidé cómo operar la lavadora y ni idea de que tenía otros aparatos. Esos días eran para encontrarme con gente, de todas las maneras imaginables. En una conferencia, un taller, un encuentro, una vacación. Conocí tiendas espectaculares y compré cosas increíbles.


Nací con ese sello. Nada más importante, desde que recuerdo, que socializar; es lo mío. No cumplía cuatro años y me la pasaba en casa de don Vicente y doña María, me encantaba hurgar en los cajones de Ofelia y me ponía sus zapatos de tacón; cuando fui a la escuela todo el mundo me reconocía por la enorme mochila llena de cuadernos que me gustaba mostrar a mis compañeras. No cesaba de hablar, todo el tiempo hablaba. Era recurrente que me castigaran, mandándome al extremo del salón. Entonces hablaba con los mosaicos y luego las monjas me enviaban a la capilla a sacudir santos, santas y vírgenes. Con ellos y ellas también hablaba.


A los 10 años tenía una amiga, Estela, y su casa me fascinaba, tenía un inmenso pasillo de flores y en un cuarto oscuro y distante oía tocar el piano. Como también fue recurrente, rompía las reglas de la familia. Me quedaba hasta casi anochecer en esa casa. Hablaba con la abuela y con la tía de Estela, ella no tenía mamá. Era mi amiga favorita. La conquistaba con las cajitas -un montón- acumuladas en mi mochila. Mi madre, mi Charito, tenía que ir a buscarme, caminaba por un parque, entiendo que la hacía sufrir. Yo encantada, en el guiri. Así crecí y me hice vieja.


Y esa, esa ha sido mi vida. Socializar, hablar, tener siempre muchas amigas, grupos. Un día puse, en la azotea de la casa de una de ellas, una especie de despacho. Jugaba al banco, con montones de papeles. Nos organizábamos, pero a mí me tocaba mandar. También eso me gusta, también eso está perdido. Yo creo que en esos días me nació la vocación, espiaba las azoteas vecinas, quería saber todo. Yo creo que sí, que tenía esa inquietud que luego me hizo periodista.


Empecé a viajar, a pensar, desde que no sabía leer y escribir; hace poco en el confinamiento, encontré un escrito, en mi álbum de mis 15 años, donde respondí a la pregunta, ¿qué quieres ser en la vida? y contesté: aeromoza (sobrecargo de aviación) y ese era mi afán de romper el cielo, mirar otros lares. Ahora, simplemente, todo es virtual; fui sacada de pronto de la vida, todo es virtual, de pantalla, a distancia. No sé lo que vaya a producir en mi salud mental. Cada día me equivoco con más frecuencia y duermo menos. ¿Habrá consecuencias de esta sensación?


[1] Leí una llamada Los precaristas, que hace más de 40 años anticipó el uso de máscaras y aditamentos para respirar. Escenificada en la Ciudad de México, sobrecogedora porque ya preveía que nos comeríamos al planeta y solo podíamos respirar a través de tubos y solo podríamos ponernos en marcha si nos cubríamos completamente con una escafandra y un atuendo rompe vientos, blanco, como los médicos que atienden a los enfermos de covid-19. Igualito.

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