Bellas y Airosas| La última oración de Laureana

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Elvira Hernández Carballido

SemMéxico, Pachuca, Hidalgo, 22 de septiembre, 2021.- Son las once de la noche del 22 de septiembre de 1896, la vida de Laureana Wrigth está apagándose pocos meses después de haber cumplido los 50 años. Y ese día ella descubre que, efectivamente, cuando alguien agoniza, todo lo que se ha vivido regresa como un remolino de evocaciones.  Agradece que estén junto a ella, tomándole la mano, sus amigas más queridas y su hija Margarita quienes la tranquilizan, le dicen en voz muy baja que todo estará bien.

Laureana siente que la respiración le empieza a faltar, que la taquicardia parece querer ensordecerla, pero aprieta los labios, acaricia su pecho donde vive un corazón traidor y sin reclamarle lo apacigua. A veces cree que lo consuela, que le contagia esa calma que pese a todo sigue muy dentro de ella. Cuántos años, cuántos meses rogando al cielo que el cuerpo dejara de dolerle, que la cabeza ya no pareciera querer estallarle, que el dolor desapareciera. Ese dolor, prisión que la atormenta.  Esas fiebres, verdugos de su paz.  Todo da vueltas su alrededor, trata de aferrarse a la palabra, su única arma. Cada recuerdo surge y desaparece durante los últimos instantes de su vida. Tantas páginas escritas. Mil reflexiones. Libros que deseaban sacudir formas de pensar.

Entre la fiebre y el delirio, Laureana cree que está soñando que mañana se despertara para escribir otra vez ese texto que publicó el 5 de junio de 1893 en El Correo de las señoras: “¿Qué necesita la mujer para llegar a esta perfección? Fuerza de voluntad, valor moral, amor a la instrucción y, sobre todo, amor a sí misma y a su sexo para trabajar por él, para rescatarlo de los últimos restos de la esclavitud que por inercia conserva.”

Posiblemente el delirio y la fiebre la hacen creer que está subiendo otra vez a una tribuna como lo hizo hace un año para confrontar a la comunidad masona que le había negado a ella y a otras señoras la oportunidad de continuar en la Logia por el simple hecho de ser mujeres. Quiere alzar la voz como esa ocasión y decir: “En el Rito de York han jurado solemnemente no admitir jamás en sus trabajos a un ciego, a un loco, ni a una mujer. Ya veis, hermanas mías, aquí no quieren que participemos…”

El delirio y la fiebre le dan fuerzas para interrogarse sí misma: ¿Cómo te atreviste? ¿Cómo pudiste salir ese día sin agachar la cabeza? ¿De qué fuerza estás hecha para mirar de frente a esos hombres que no creyeron en ti? ¿Crees que eso te convierte en una mujer perfecta?

Entonces, viene a su mente el ex presidente Manuel González, cuando quiso expulsarla de país por decirle de frente que no era justo el trato que daba a los trabajadores. Y ese hombre poderoso la tachó de una extranjera metiche que se involucraba en las cuestiones políticas de México. Pero, Laureana era mexicana, el apellido lo heredó de su padre norteamericano que llevaba mucho tiempo radicado en México. Laureana siempre quiso presentarse ante el mandatario y llegar ante él con el documento que certificaba su nacimiento en Taxco, Guerrero. Ponerlo a unos centímetros de su nariz, para que aspirara el aroma de una mexicana que creía en la justicia y en la igualdad. Colocarlo frente a sus ojos, para que memorizara su nombre: Laureana Wrigth González.

Todos estos recuerdos se vuelven remolinos en su cabeza mientras cree que camina con paso firme por la calle de Espíritu Santo, donde estaban las primeras oficinas de “Violetas del Anáhuac”, ese semanario redactado por señoras que fundaste en 1886 y donde todas las colaboradoras manifestaban haber llegado al estadio de la prensa “a llenar una necesidad: la de instruirnos y propagar la fe que nos inspiran las ciencias y las artes. La mujer contemporánea quiere abandonar para siempre el limbo de la ignorancia y con las alas levantadas desea llegar a las regiones de la luz y la verdad”.

La vida se va, Laureana, se está yendo, quiere retener por unos instantes la voz de su amiga Mateana. Los sollozos de Margarita le duelen tanto. Matilde Montoya, la primera mujer médica del país, le toma el pulso, rogándole que aguante, que luche, que no se vaya todavía.

Laureana también desea que esto aún no termine. Entonces, imagina que tiene en sus manos una plumilla con tinta violeta y en uno de los muros de la habitación cree escribir:

Mi hija Margarita toca el piano y mil pétalos revolotean a su alrededor.

Mateana Murguía, mi mejor amiga, borda una red con hilos de luna.

Santiago Wright baila un vals bajo una lluvia de hormigas.

Doña Eulalia, mi madre, remienda las alas doradas con las que aprendí a volar.

Sebastián, mi esposo, lleva un corazón lleno de mariposas, cuyas alas se convierten en puntillas color violeta, pero ya no tengo fuerza para escribir…

Son las 11:45 de la noche, del 22 de septiembre de 1896. Los sollozos se escuchan en la habitación, una mano generosa cierra los ojos de Laureana Wright.

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