El Puente Maldito

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(Crónicas del encierro, Eduardo Macías, coordinador)

Por: Blanca Sánchez Flores

Con lentitud, Yuri sube los peldaños del puente que días antes fue el escenario del suplicio que poco le faltó para ser feminicidio.

Se inicia la reconstrucción ministerial de los hechos, una pericial necesaria como parte de la investigación del ilícito cometido en plena Pandemia.

Al recordar los hechos sucedidos en ese puente peatonal fatídico, ella siente flaquear sus piernas, uno de los agentes de investigación la detiene.

—¿Está bien?

—Sí —, responde ella con voz apenas perceptible y que es uno de los síntomas que dejó el depredador al ejercer contra su cuello una fuerza salvaje.

Cada escalón que sube la hace revivir aquella noche en la que fue atacada en medio de la penumbra.

El puente maldito es una trampa peatonal ubicada cerca de la sala de conciertos “Ollin Yoliztli”, sobre Periférico Sur en la Ciudad de México, y es uno de los muchos puentes de miedo que cruzan esta arteria desde hace años en manos de la delincuencia.

Yuri recordó aterrorizada esa noche en que subió cautelosa al puente maldito y descubrió que un hombre asomaba por el lado opuesto.

Sintió temor; lo vio acercarse a ella. Él no usaba cubrebocas; era alto, de complexión atlética. Ella apretó su bolso contra sí, sabía que traía el dinero justo para la comida de la semana.

Y fue atacada sin piedad por el depredador en cuanto le dio la espalda.

Los días han pasado lentos, no ha podido descansar y sus lágrimas quedaron suspendidas de tanto ministerio público, médico legista, preguntas, preguntas y más preguntas. Promesas y más promesas; firma de documentos y acudir a la clínica del IMSS cada dos días por una incapacidad. Todo ello resulta agotador.

—Venía yo por aquí —señala Yuri al policía de investigación— cuando él se asomó por el otro lado del puente, avancé a zancadas, pasó junto a mí y…

Yuri se cubre el rostro para ocultar su llanto. La reconstrucción del hecho violento la hace flaquear. Revive el momento, su cuerpo tiembla. Sus dientes castañean.

—Continué —apremia el agente enfundado con su cubrebocas y una mascarilla protectora contra el virus del Coronavirus.

—Sentí que jaló mi bolsa, se lanzó hacía mí. Sujetó con su brazo mi cuello y con gran fuerza ¡apretó, apretó y apretó!

Uno de los agentes recrea el hecho con una perito del cuerpo policiaco.

—¿Así? —pregunta, mientras Yuri con lágrimas asiente. Se cubre la boca para no gritar.

—Yo trataba de zafarme, el tipo me empujó al barandal tratando de lánzame al vacío, a los carriles del Periférico. Aún recuerdo las luces de los autos pasar vertiginosas. Después la obscuridad total…

—Pensé —susurra Yuri—, no moriré de Covid-19 sino atropellada por algún vehículo que destrozará mi cuerpo. El cubrebocas ocultará mi identidad ¿Alguien me reconocerá?

—¿Así? —pregunta nuevamente el agente investigador, mientras sostiene a su compañera con el cuerpo a medio barandal, cuerpos de ambos que previamente a la escenificación fueron rociados con alcohol anti Covid.

—Sí —dice Yuri— con la mano sobre el cubrebocas.

—¿Logró verle la cara? ¿Podría describirlo?

—Como le dije, el sujeto no portaba cubrebocas. Era medio alto, como de 1.70 metros de estatura, digamos, cara oval, moreno claro, cejas poblada, mirada torva, labios gruesos. Eso es lo que recuerdo…

—No supe cuánto tiempo estuve tirada en el puente; seguro fue muy corto porque al abrir los ojos logré distinguir a mi atacante bajar de prisa por donde había subido.

El puente maldito es uno de los más de 600 puentes peatonales de la CDMX, según datos del Instituto de Políticas para el Transporte y el Desarrollo (IPTD) del gobierno de la ciudad.

Un estudio del IPTD señala que de los puentes peatonales de la capital el 90 por ciento son inseguros tanto por sus condiciones físicas por falta de mantenimiento y por la incidencia delictiva.

Yuri lo comprobó. A partir de ese día nefasto su vida cambió.

Mí agresor no sólo dañó mi físico al morder mi mejilla con brutalidad para dejar en ella su marca asesina, también dejó mi mente temerosa, mi salud dañada y mi entorno lleno de incertidumbre.

—Despierto cada noche sintiendo su brazo ahogarme. Separo con suavidad y lentitud las cobijas para no despertar a mi pequeño hijo y en la soledad del cuarto de baño, en una toalla desfogo esa agonía.

Me quedo sentada horas en el piso hasta que mis ojos quedan secos, la toalla húmeda y mi cuerpo cansado.

Yuri limpia el torrente salado que baja silencioso por sus mejillas.

—Bueno —dice el agente—. ¡Listo! Hemos terminado.

Pretenden bajar, dejando a la víctima en el puente. Ella toma a uno de los agentes por el brazo y le suplica con un hilo de voz: ¡Por favor, no me dejen sola!

La joven llega a casa. La recibe su madre, su hijo trata de abrazarla, la abuela lo detiene, vine de la calle y debe sanitizarse, él entiende y sonriente dice:

— Mami, lávate las manos para que no tengas microbios. Vente a comer.

Ella sube los tres escalones que conducen al comedor y de inmediato, por instinto, voltea como relámpago para esquivar un ataque imaginario.

Sí, al terrible golpe de la Pandemia, Yuri sumó una brutal agresión con intento de feminicidio del que salió viva de milagro.

Las autoridades ministeriales se niegan a poner en la carpeta de investigación el feminicidio en grado de tentativa y pretenden que sólo se asiente el robo con violencia. Ella lucha contra eso y logra su objetivo de colocar el tema.

No cabe duda, a la perra vida en esta ciudad rebosante de muerte pandémica, se le cargaron todas las pulgas de la incontenible ola delictiva surgida con la complicidad oficial.

Yuri estaba confinada como todos, pero tenía que salir a trabajar y a comprar los básicos para la subsistencia de su familia. Ello casi le costó la vida.

Y el puente maldito sigue allí sin vigilancia para beneplácito de los delincuentes y el terror de las mujeres.

¿Y las autoridades? Bien gracias, preparando las próximas elecciones.

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