La maternidad como ejercicio político

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  • A mí la revolución me llegó mientras lavaba los trastes y me brilló a lo lejos la chispita de verdad.
  • La revolución tocó a mi puerta mientras yo tenía una botella de suavizante de ropa en la mano y sencillamente no podía atenderle porque estaba apurada.
  • Me invitó a salir un día a una asamblea de un partido político, pero yo no pude llegar porque ese domingo por fin había agua en mi colonia, lista para lavar toda la ropa sucia acumulada de mis hijos e hija.

Alicia Nayeli De Ita

SemMéxico/LaCostilla Rota, 2 de marzo del 2023.- He pensado mucho en utilizar este espacio digital al que respeto y admiro tanto, de una forma digna y maravillosa. Pensé que iba a poder hacer una gran columna de esas que tienen iniciativas de ley, reformas, trabajo territorial o análisis de los que hacen que te estalle la cabeza, los que traen profundas y dolorosas verdades, como los que he leído de autoras a quienes sigo desde hace años, pero llevo dos meses de retraso creativo y desesperada, vengo a escribir sobre la falta de “iluminación”.

Llevo más de 20 años pensando construir un nuevo mundo donde la injusticia sea solo una fábula que escucharían las infancias para no desarrollar comportamientos que atentan contra las demás personas. En el transcurso de mi vida desde 1990, habitando diferentes municipios en el estado de México, escuché y conocí de lejos (igual que la mayor parte de población) sobre movilizaciones estudiantiles y ciudadanas. Las veía a través de los noticieros de los medios tradicionales, en las revistas que voluntarios entregaban fuera de alguna estación del metro o de la voz de integrantes hombres de mi familia que decían “en mis tiempos de huelga”; y esperé siempre poder tener el tiempo, la solvencia económica y la capacidad intelectual mínima necesaria para que cuando alguien más iniciará otro movimiento social (que seguro sería de clase), yo pudiera incluirme a él. Eso no pasó.

Y el #132 llegó y acabo mientras yo era cajera en una tienda en un centro comercial. Cuando los 43 de Ayotzinapa desaparecieron (cómo truco de magia estatal), yo veía desde el baño de mi empleo las transmisiones en vivo de las movilizaciones para exigir su presentación con vida; en ese mismo baño observé a cientos de kilómetros de distancia, cómo el magisterio estaba siendo reprimido por granaderos para dejar limpia la plancha del Zócalo y que algún presidente pudiera dar “el grito” un 15 de septiembre. Y la indignación se me derramaba del hígado mientras yo no podía dejar de buscar estrategias para llevar alimento a mi hogar para la familia que sin saber cómo, desde los 17 años que me convertí en madre, ya había formado.

Y es que mi hija e hijos no podían cubrir sus necesidades (no solo las alimenticias) si yo ocupaba algo del tiempo destinado para su cuidado en estudiar de forma autónoma, ni mucho menos en alguna academia, si cualquier tiempo que yo pudiera ocupar en analizar y cuestionar lo que me estaba atravesando como mujer mexiquense perteneciente a la clase trabajadora, le restaba tiempo de calidad y por consiguiente de trabajo doméstico a mí domicilio.

A mí la revolución me llegó mientras lavaba los trastes y me brilló a lo lejos la chispita de verdad: – Entonces, ¿está es toda mi vida?

La revolución tocó a mi puerta mientras yo tenía una botella de suavizante de ropa en la mano y sencillamente no podía atenderle porque estaba apurada y me invitó a salir un día a una asamblea de un partido político, pero yo no pude llegar porque ese domingo por fin había agua en mi colonia, lista para lavar toda la ropa sucia acumulada de mis hijos e hija y preferí quedarme en casa igual que las esposas de todos los demás compañeros quienes sí podían asistir dos veces por semana a las juntas y que regresaban a sus hogares por la tarde a comer comida caliente y a dormir en esas colchas que olían rico gracias al trabajo de sus esposas.

Le dejé plantada muchas veces por no querer cargar con ese estigma de ser una mala madre o mujer que no es de casa. Hasta que ya no pude negarle la cita y le recibí con un abrazo grande la primera vez que hablé del trabajo de cuidados y doméstico no remunerados que había hecho a lo largo de mi vida, mientras hablaba de la maternidad resignada y carcelaria que al mismo tiempo es amorosa y mística, convirtiendo así una banqueta en un templete de reclamos, con mi hijo de un año de edad tomando mi seno y atado a mi cuerpo con un maravilloso fular.

Y aquí estoy, 5 años después (de que comencé a ser más mal vista), preocupada por no poder lavar las colchas y por dar tarde de comer a estos cachorros de humano porque hoy, hoy estoy priorizando el redactar algo.

Además de una habitación propia, las mujeres que maternamos necesitamos un acompañamiento integral. Nada es compatible con nosotras y si se nos discrimina negándonos el acceso hasta a las reuniones sociales, que esperar de que se nos tome en cuenta en ejercicios democráticos o en organizaciones civiles.

La política de paridad y los esfuerzos por desarrollar la “igualdad de género” como políticas públicas no están ni cerca de fomentar la inclusión, mucho menos de combatir el empobrecimiento ni las violencias a las que nos somete por decidir ser madres en esta sociedad hostil donde nos hacen creer que al maternar estamos fuera de la productividad capitalista, aunque al mismo tiempo esperan que estemos pariendo a las nuevas generaciones que le darán continuidad al monstruo explotador.

Espero que esta columna llegue a las mujeres que, como yo, tienen el espíritu encendido, pero piensan que sus condiciones de vida las alejan de la organización colectiva, porque nos vemos limitadas en tiempo por las 4 jornadas laborales de las que hablaré en otra ocasión, para quienes la carga mental sea un impedimento de materializar algo que trascienda (o no) en la historia.

Para todas quienes han hecho de la lactancia, el parto y el cambio de pañales, una trinchera política: RESISTIR es necesario, pero COMBATIR es PRIORIDAD.

SEM/MG

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