Madre por cesárea

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Elvira Hernández Carballido 

Siempre que estoy bañándome, que la toalla recorre mi cuerpo para secarlo, que empiezo a vestirme o también al desvestirme, lo veo, mi vientre partido. Acabo de cumplir 29 años de tenerlo así, partido en dos partes, dividido por una fina cicatriz que con el tiempo parece un tatuaje, que con los masajes dejó de estar fruncida, finita como un hilo de oro, memorable como ese día que me convertí en madre. 

Y justo este mes de octubre que mi hijo celebra su cumpleaños, encontré un post que manifestaba algo que nunca había pensado con tanto detalle:

Naran Xadul

22 de octubre 2021

LA CESÁREA… Es la única cirugía donde se abren 7 capas de piel y se espera que te pongas de pie 6 horas después responsabilizándote de una personita más, sin mencionar las contracciones de útero para retractar, lactancia materna y demás…

SI ERES UNA MADRE VÍA CESÁREA, eres más fuerte de lo que piensas, SIÉNTETE ORGULLOSA. 

La foto que ilustra el breve mensaje es impresionante. Una mujer, al centro de un quirófano espera recostada, envuelta en sábanas verdes tono Seguro Social. Los brazos extendidos como el Cristo en la cruz. Una especie de cortina levantada frente a ella para que no vea lo que ocurre al otro lado, donde los médicos sumergirán su bisturí. La sondita del suero y la ajuga clavada en el brazo. Imagino el aroma impecable de limpieza e higiene que debe rodear a ese lugar. Y un vientre abultado espera, espera… Mi querida amiga Anilú Zavala la describe con precisión: 

Son las escenas que una borra: la posición, los amarres, el miedo… Qué importante es narrarlo… Y la foto… Pffff… Las abrazo a todas.

Se dice que este 2020 por primera vez el número de cesáreas superó el de partos naturales, al reportarse que llegaron a ser más del 50 por ciento. ¿Por qué las practican? El Instituto Mexicano del Seguro Social responde en uno de sus documentos más recientes:

La razón para este incremento es compleja y parece estar relacionada con la seguridad que ofrece la operación cesárea, que ocasiona complacencia del médico y la paciente, falta de experiencia en los obstetras jóvenes, temor a problemas medico legales y presión de la paciente al médico. Otras causas que influyen son: la edad, índice de masa corporal, enfermedades concomitantes con el embarazo y mala práctica obstétrica. Hay un desproporcionado incremento de la operación cesárea en el segundo periodo del trabajo de parto. Este incremento va de la mano con una mayor morbilidad y mortalidad materna ya que se eleva el riesgo de placenta previa y acretismo placentario, lo que condiciona una mayor posibilidad de hemorragia obstétrica y por lo tanto mayor probabilidad de muerte materna.

Entonces, busco el testimonio que escribí y que obtuvo una Mención Honorífica en los concursos de Documentos y Estudios de la Mujer (DEMAC). Fue publicado en 1994 se titula “El castillo del maternazgo”. En la primera parte compartí mi experiencia desde el momento en que el ginecólogo me explicó por qué no tendría un parta natural hasta el momento en que recibí a mi pequeño hijo: 

Si va a ser cesárea porque el bebé es muy grande y yo clínicamente a mis treinta años ya estoy ruca para poder hacer el esfuerzo de sacarlo, entonces que sea de una vez doctor, si no es hoy, mañana pero ya, ya por favor.

Este viernes existe en la casa un ambiente de alegría y preocupación. Cuando mi papá nos mostró un mameluco de tigrecito, y lo hizo caminar por la mesa del comedor, ninguna aguantó las lágrimas. Mi madre, mis hermanas y yo lloramos y reímos al mismo tiempo, queremos tener al bebé con nosotras, pero a nadie le parece que sea por cesárea.

Consulté mis libros nuevamente para informarme sobre el tema y mi madre dijo que no leyera más porque lo mejor es no saber nada al respecto. Pero no le hago caso, memorizo lo de la anestesia, observo bien la forma en que el bisturí puede atravesar mi piel, y sí llego a preocuparme, al parecer la recuperación será más difícil porque se trata de una intervención quirúrgica. «Al menos no sentiré dolor al principio», pensé. 

El sábado 17 de octubre nos levantamos a las siete, veo desayunar a toda mi familia y nos vamos en los respectivos coches. Yo quiero que Alfredo se quede conmigo, pero no quiere, incluso llevamos una cámara de video que él se niega rotundamente a utilizar.

El lugar es muy campirano, en la cima de San Jerónimo, el paisaje es todo verde, la neblina me hace creer que doy un paseo por las nubes y la decoración rústica del lugar le da un toque humano que otros sitios no tienen.

Meche, la enfermera, platica animosa conmigo, mientras mete una sonda por aquí, otra por allá. Se burla de mis calcetines rojos que no quise quitarme, según yo son de buena suerte. Lo que ya no quise tocar fueron mis lentes, los abandoné para no ver con claridad lo que van a hacerme. El anestesista llega a presentarse, cariñoso, solidario y bromista. Hay buenas vibras en el lugar. 

Al salir del cuarto para ir al quirófano oigo las porras de mi familia, de mis amigas y hasta de mis suegros y cuñados. Todos ahí reunidos deseándome lo mejor, gritándome «tú puedes, viva la futura mamá, duro, duro». Alfredo se acerca para besarme, pide permiso para estar presente y grabar lo que ocurra. El médico acepta, pero le advierte: «Si se desmaya ahí lo dejamos tirado, ni modo». 

Tiemblo, incontrolablemente tiemblo. No es miedo, tiemblo de emoción, de ansias, de incredulidad. Otra vez dejo que los especialistas hagan lo que quieran: «inclínese, voltee para allá, le picaremos por acá, ya vamos a empezar». El ginecólogo prende la radio y escucho viejos boleros románticos. Pese a la anestesia y al permiso de que si quiero dormirme lo haga, estoy atenta a lo que dicen. Escucho ruidos y mi amigo el anestesista explica lo que están haciéndome. Siento que una aspiradora recorre mi cuerpo. A veces desesperada pregunto que si ya van a terminar. «Otro ratito m’ hija», es la respuesta una y otra vez. Como en las películas el llanto de mi hijo resuena por todo el lugar y yo estoy feliz. Lágrimas de felicidad escurren por mis mejillas. Alfredo grita desde el otro lado del cristal que ya soy mamá, el tono de su voz delata que también está llorando. Meche dice que adiviné porque es un niño. La miopía sólo permite que distinga una bolita de carne y unos ojitos enormes, beso de inmediato su frente y le digo: «Ojalá llegues a ser tan feliz como lo soy yo en este momento».

Para mi mala suerte, he recordado también, que cuando empezaron a coser mi vientre partido, el hilo se les acabó y no alcanzaron a cerrarme del todo. La enfermera corrió por un carrete nuevo, quizá por eso las puntadas quedaron fruncidas, quizá por eso un tiempo me avergonzaron verlas de mi ombligo hasta mi pubis. El médico juró que ya todo estaba bien zurcido, que hizo malabares para unir esos dos diferentes bordados. 

Y después, nadie se acordó de mí, todos se embelesaban con el bebé. Poco a poco logré levantarme de la cama, no intentaba ni siquiera voltear a ver mi vientre, tapado con gasas y vendas, me daba miedo descoserme. Me dijeron que debido a la cesárea tardaría en brotar leche de mis pechos. Lloré como Magdalena, ¿y de qué se va a alimentar mi pequeño? Pero esa misma noche, milagrosamente empezó a gotear de mi pezón ese preciado líquido. No podía creerlo, cuántas sorpresas encerraba este cuerpo mío. 

Ya en casa, las cosas fueron bien y no tanto. Entre la depresión posparto, mis pechos que descalificaba comparándolos con los de una “vaca lechera”, lo fatal era sentir esa herida en mi vientre, dijeron que cerró bien, pero yo la sentía tan abierta. Recordaba ese poema de Rosario Castellanos después de haber parido a su hijo: 

“Consentí. Y por la herida en que partió, por esa
hemorragia de su desprendimiento
se fue también lo último que tuve
de soledad, de yo mirando tras de un vidrio.
Quedé abierta, ofrecida
a las visitaciones, al viento, a la presencia.”

No había pensado en ese término de ser madre por cesárea, un privilegio o una prueba de valentía, una propuesta que yo acepté resignada con total desconocimiento y absoluta ingenuidad. ¿Podría ser violencia obstétrica que te la impongan sin explicaciones médicas bien argumentadas? ¿Por qué han aumentado tanto y si consideran ese aumento alarmante, no hay estudios que lo adviertan?

Me preocupa encontrar muy pocas investigaciones al respecto, sin embargo, entre esos contados textos llama mi atención el realizado por Celina Bernal y Cuauhtémoc Nahín- Escobedo Campos donde reconocen: 

los datos encontrados se muestran insuficientes, no teniendo el nivel de actualización necesario para poder hacer un análisis profundo de la situación que afronta México ante esta práctica, lo cual impide visualizar con claridad la evolución de esta problemática, dejando en duda el aumento o disminución de la misma, junto a la efectividad de las intervenciones correspondientes. Mantener el interés en estos aspectos de la práctica médica e institucional y seguir profundizando en ellos permitiría al personal de salud una identificación más certera de las cesáreas innecesarias, pudiendo así fomentar la creación e implementación de mejores programas para reducir los alarmantes niveles que existen de esta en la actualidad, y de la misma manera reducir los riesgos que implican para las madres y sus hijos.

Y 29 años después, mi vientre partido lo reitera, cada vez con menos vergüenza, cada vez con más convicción: Soy madre por cesárea. 

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