Desobediencia

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La culpa la tiene María

* El siguiente hito mítico, fue el de la Sagrada Familia

Olimpia Flores Ortiz

SemMéxico, 27 de febrero 2020.- Un día, por ahí de la hora parda de la tarde, mientras volvíamos hacia la casa de los abuelos, me suelta Sara una pregunta en el impasse de un alto: ¿Mamá, para que servía la virginidad? Y pensé para mí, “¡Ya la hice! “Esta niña será sin culpas”.

En el umbral de la pubertad de Sara, una compañera de trabajo, hablando de las hijas, me pregunta airadamente: “¿Tú crees, Olimpia que yo le puedo decir a Mariana que solo se coge por amor? ¿Eso puedo yo decirle?” Por supuesto que no, conociendo su biografía; y consciente de la mía, me pregunté ¿y entonces qué se les dice? Mi solución cuando se dio el caso de una conversación con mi hija, fue la sentencia de que: “Jamás, Sara, te levantes de un colchón sintiéndote mal contigo misma, de ahí en fuera, tú sabrás”. Ella, que es sensata, lo ha logrado y de manera muy administrada; yo no lo logré, siempre en mi promiscuidad hubo en mí el resabio del desafío y el consecuente sentido de culpa. Claro que Sara es hija mía y yo lo soy de mi mamá, diferencia harto sustancial en mi empeño por diferenciarme y en las actitudes generacionales que se fueron manifestando.

Para aquel entonces de mi vida, a los ocho años de Sara en los ochenta, a su pregunta por la virginidad como un mandato del pasado y ya no vigente, le largué la explicación materialista histórica de Engels en “El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado”; pero mi cabeza siguió dando vueltas a lo largo de los años, porque esa explicación me fue quedando corta. Con la explicación histórica podemos jalar el hilo de la opresión estructural de las mujeres que pasa por el colonialismo europeo y la hegemonía occidental y se justifica hoy día en los avatares del mercado; pero no va al fondo.

¿Por qué la sujeción de las mujeres es por la vía del cuerpo? ¿Cómo se explica? Es en el mito donde encontramos respuestas. Todas las religiones abrahámicas que se distinguen por ser monoteístas y que religan a sus fieles como un rebaño obediente necesitado de pastor y amenazado por el castigo eterno, son prohibitivas para las mujeres. Otra cosa la pluralidad del panteón griego en el que las deidades representan a las potencias humanas, aunque para Platón, y después lo sería para Pablo de Tarso, el delirio dionisiaco o la poesía de la vida hubiera sido desdeñado y sujeto de prohibición explícita con sanción calculada, como es la Ley.

El cuerpo humano, vehículo del plan de Dios, está destinado a la reproducción, no al placer. Esta premisa, desde la primera mujer de Adán, la subversiva Lilith que osó montarlo en el acto sexual (imaginen su radio de acción en esa postura) y por ello condenada a vivir en el fondo de los mares (la tentadora sirena) pasando por el desafío de Eva, para conocer, ha sido sujetado por la Ley del Hombre que hasta nuestros días no termina de configurar un Estado laico y en sentido contrario, en esta primera mitad del siglo XXI, se retrocede.

El siguiente hito mítico, fue el de la Sagrada Familia: Dios habría enviado a su emisario más cabrón, el arcángel Gabriel, a anunciarle a María de una preñez no voluntaria y sin goce sexual y una maternidad de entrega y sacrificio; a lo que María se sometió sin cuestionamiento, consagrándose desde entonces la virtud como la renuncia al propio deseo. Pero aludamos al Deseo en acepción íntegra, del cual el apetito sexual es una manifestación de la voluntad de vivir y del libre albedrío.

Cómo no recordar las provocadoras imágenes del Caravaggio (la humanidad se redime por el arte) que recurriendo a sus amigas prostitutas y a su efebos como modelos, reprodujo escenas bíblicas. Judith degollando a Holofernes con los ojos inyectados y los pezones enhiestos, pura excitación; o aquella Muerte de la Virgen María en la que yace una mujer tan ordinaria como una campesina de la Toscana, simple humanidad sin el halo de María ascendiendo a los cielos. La representación hasta entonces inédita de las pasiones del cuerpo.    

El desafío luterano de esa época, orilló a la Iglesia Católica a emprender una campaña de control de sus fieles hasta lo recóndito de la ruralidad europea: el genocidio de mujeres por brujas, por atentar contra el designio divino propietario del cuerpo humano; al que hurgaron, conocieron, sanaron y desmitificaron. Los restos embalsamados del primer papa inquisidor, Carlos Borromeo, quien emitiera una bula para que los agentes de la Santa Inquisición tuvieran plenos poderes (tal cual ahora las fuerzas públicas) está expuesto en la Catedral de Milán en una caja de cristal de roca, como Blanca Nieves. Por módicos dos euros se le puede visitar.

El Malleus Maleficarum o Martillo de las Brujas, ese compendio de más de seiscientas páginas, representa el esfuerzo de justificación de aquel genocidio; hay sustento teológico, filosófico, jurídico y de salud para explicar al asesinato masivo de mujeres. Se revelaron las estructuras del poder como dispositivos de control tal cual lo siguen siendo hasta nuestro tiempo la Ley, la educación, el sistema de salud y, por supuesto las iglesias.

La realidad del Gran Ojo orwelliano, nos alcanzó. No sólo tenemos un ministerio del amor y un ministerio de la verdad en esta era autárquica de un solo hombre; sino que nos hemos sometido a un gran ojo tecnológicamente ubicuo que observa y hace escarnio de la conducta de las mujeres. Sigue siendo el cuerpo el objeto de juicio.

Preguntémonos ¿por qué la discriminación; por qué la trata de mujeres; por qué el embarazo adolescente, por qué la violencia en la familia, por qué el feminicidio, por qué las muertes por aborto clandestino y por qué la insuficiencia de la política pública? Porque no se libera al cuerpo, que sigue siendo el instrumento de control idóneo. Salirse del canon para las mujeres significa ostracismo, violencia y muerte.

De modo que, como pueden observar, si la mensa de Nazaret, no hubiera dicho que sí dócilmente a todo sellando el hito fundacional de la virtud por la renuncia al Deseo, instaurando el castigo a las mujeres por Ser, e instituyendo la obediencia como la impronta femenina, otra historia fuera.

La culpa de todo la tiene la Virgen María.

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