Opinión| Primero de mayo 2023: fin y principio

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Saúl Escobar Toledo

SemMéxico, Ciudad de México, 3 de mayo del 2023.- Este uno de mayo marca el fin de una etapa histórica del sindicalismo mexicano. Según la Secretaría del Trabajo, expiró el plazo para la legitimación de los Contratos Colectivos de Trabajo (CCT) en México. A partir del 2 de mayo, del total, 139,000 convenios registrados, alrededor de 119,000 se extinguirán porque no cumplieron con ese procedimiento o debido a que fueron rechazados mediante voto personal, libre, directo y secreto de las y los trabajadores. Sin embargo, en estos casos, los patrones deberán respetar todos los derechos y prestaciones establecidas en esos CCT.

Este acontecimiento, que significa que apenas poco más del 10 por ciento de los CCT seguirán vigentes protegiendo a aproximadamente cuatro millones de sindicalizados de un total (estadístico) de alrededor de 40 millones de asalariados/as, puede interpretarse de distintas maneras.

Desde una perspectiva histórica, podríamos decir México, ha conocido tres etapas de la contratación colectiva: la primera surgió con la Constitución de 1917. En ella se reconocieron derechos fundamentales en materia de jornada, salarios, organización sindical y huelga, y una reglamentación muy elemental del “contrato de trabajo”. En los años siguientes, llevar el texto del 123 a la realidad que se vivía en las fábricas y empresas se convirtió en el eje de la disputa obrero-patronal: las y los trabajadores entendieron que para hacer realmente efectivos sus derechos tendría que luchar por un contrato colectivo, figura legal que no estaba claramente definida en los ordenamientos legales. En los años veinte, muchas huelgas buscaron pactar esos instrumentos, lo que provocó, en algunos casos,  violentos enfrentamientos.

Posteriormente, la Ley Federal del Trabajo, decretada en 1931, reglamentaría de manera detallada la contratación colectiva. Pero fue sin duda durante el periodo del presidente Cárdenas cuando tuvo lugar una “revolución contractual”. Muchos de estos instrumentos se pactaron en diversos sectores económicos; entre los más significativos, aquellos que se firmaron con las principales empresas mineras. También, se negociaron exitosamente los contratos ley que regirían a varias empresas de una rama productiva.

Una segunda etapa podría ubicarse en los años que corren desde 1948 y hasta 1982 cuando surge y se consolida un sindicalismo autoritario vinculado y obediente al Estado mediante su incorporación al PRI. Los contratos colectivos, ya reconocidos plenamente en el derecho y en la vida real, sirvieron para que este sindicalismo ganara un enorme poder de negociación. Los CCT se administraron de manera vertical y, con algunas excepciones importantes, no fueron avalados por las bases sindicales. A pesar de ello y en un contexto económico favorable, las prestaciones laborales mejoraron notablemente. Su punto más alto puede ubicarse en la reforma a la LFT de 1970 cuando se incorporaron a este ordenamiento muchas prestaciones contenidas en los CCT y, de esta manera, se volvieron obligatorios para todas las empresas.

La tercera etapa arranca en el periodo presidencial de Salinas de Gortari, después de la gran crisis de 1982.  Muchos fueron CCT fueron “recortados” ya que se eliminaron prestaciones; la mayoría, se impusieron al gusto de las y los empresarios con prestaciones mínimas, apenas aquellas contenidas en la LFT.

Para ello, se desató, con el aval de las autoridades, un mecanismo de simulación.  Los CCT se convirtieron en un medio para enriquecer a abogados, “dirigentes” sindicales y una caterva siniestra de personajes que lograban registrar estos instrumentos legalmente sin el conocimiento de las y los trabajadores. Así, estas pandillas chantajeaban a los patrones, obtenían cuotas de sus (pretendidos) agremiados y aparecían legalmente como los administradores únicos de los CCT. Sirvieron de mecanismos de contención para evitar que trabajadoras y trabajadores reclamaran nuevas prestaciones y se organizaran en sindicatos democráticos. Se les llamó contratos de protección patronal porque sirvieron para anular, en los hechos, la contratación colectiva. La negociación entre obreros/as y patrones prácticamente desapareció en la mayoría de las empresas.

Gracias a una coyuntura histórica compleja y excepcional, entre 2017 y 2019, se pacta una reforma laboral en la Constitución y en la Ley Federal del Trabajo (LFT) que buscó, fundamentalmente, democratizar los sindicatos y la contratación colectiva de tal manera que las condiciones de trabajo fueran resultado de la voluntad de las y los trabajadores y así propiciar la elevación de los salarios y las prestaciones. Las enmiendas contaron con el apoyo de los gobiernos y sindicatos de Canadá y Estados Unidos, e internamente con la aprobación del presidente López Obrador, las y los legisladores de MORENA y sus aliados/as, y varios sindicatos independientes.

Así,  la “desaparición” legal de aproximadamente el 90 por ciento de los CCT muestra que, en efecto, la inmensa mayoría de estos instrumentos eran una ficción. No todos lo eran ya que, por ejemplo, en empresas tan relevantes como PEMEX y CFE, los CCT eran (y siguen siendo) más bien contratos de protección “política”. Sirven no sólo para administrar las prestaciones sino también para garantizar el control político de las empresas y las y los trabajadores en función de los intereses de los gobiernos en turno.

La desaparición (legal) de esos CCT puede entenderse entonces como la consecución exitosa de uno de los objetivos de la reforma de 2019. Quedó al desnudo un mecanismo simulado y exhibió la indefensión en que han vivido los asalariados/as mexicanos. Superar esta vulnerabilidad no puede ser obra de una ley ni de la voluntad de los gobiernos, mucho menos extranjeros. Requiere, precisamente, la decisión de los propios trabajadores/as.

Se abre la posibilidad, antes obstaculizada por la existencia legal de los CCT de protección, de negociar las prestaciones mediante sindicatos representativos y con mecanismos democráticos que antes no existían.

Es evidente que esta nueva etapa es aún incipiente. Los mecanismos aprobados en la reforma de 2019 están en fase de experimentación como sucede con cualquier ordenamiento radicalmente nuevo, y apenas están apareciendo sus imperfecciones; además, el personal de las instituciones encargadas de hacer cumplir la ley carece de experiencia e incluso formación profesional ad hoc. Los patrones, por su parte, sobre todo las empresas más poderosas, enfilarán sus ejércitos de abogados para encontrar las maneras de evitar la negociación de nuevos CCT. Los gobiernos (federal, estatal, municipal) buscarán mantener la “paz social” a veces incluso por encima de los reclamos obreros, particularmente en sectores claves de la economía.

Trabajadoras y trabajadores, por su parte, no se han “apropiado” de la reforma, salvo en algunos casos muy distinguidos. No lo han hecho por desconocimiento  (seguramente nunca han leído la ley ni el contenido de un CCT); pero también por la ausencia de una cultura sindical: por lo menos una generación de asalariados/as se ha incorporado al mercado laboral desde los años noventa sin haber participado en una asamblea o en una protesta colectiva, y sin conocer, en los hechos, lo que significa la palabra solidaridad. Como sucedió en los primeros años del siglo pasado, tendrán que aprender, fundamentalmente, atreviéndose a luchar colectivamente en las calles y en las fábricas.

El futuro de la reforma y la nueva etapa del sindicalismo son inciertas. Las circunstancias externas e internas que las propiciaron muestran que, lo que faltó entonces y ahora, ha sido la acción colectiva de las y los trabajadores.

Una etapa parece cerrarse y otra despunta. Como ha sucedido en otros momentos de la historia, cuando se perfila un cambio profundo, las cosas difícilmente volverán a ser como antes, pero nadie puede asegurar cuál será el rostro del sindicalismo en los próximos años. Por lo pronto, un cierto “desorden” del presente resulta alentador frente a la pasividad, casi total, de apenas unos años atrás.

saulescobar.blogspot.com

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