Opinión| Honrar a las difuntas y difuntos

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Dulce María Sauri Riancho

SemMéxico, Mérida, Yucatán, 3 de noviembre del 2022.- Este día, 2 de noviembre, recordamos a nuestros difuntos y difuntas.

En más de un millón 100 mil hogares mexicanos se llora la pérdida de un ser querido/a acontecida durante 2021.

De cada 10 personas que perdieron la vida, casi seis eran hombres de todas las edades y poco menos de cuatro, mujeres (57.6 % y 42.3 % respectivamente). Cada uno de estos decesos duele, pero mucho más cuando de las cifras estadísticas se desprende que cuatro de cada diez defunciones no debieron haber ocurrido, que las lágrimas que se derraman en más de 400 mil familias por sus seres queridos muertos/as forman parte de lo que estadísticamente se denomina “exceso de mortalidad”.

Situación semejante se observó en 2020, cuando por las medidas adoptadas para combatir el Covid, ni siquiera fue posible llorar a las muertas y muertos en los cementerios; o velarlos/as, si habían fallecido víctimas del mortal virus.

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La pandemia se llevó a casi 239 mil mexicanos/as en 2021, y a poco más de 200 mil en 2020.

¡Qué caradura tiene que ostentar quien habla de un manejo adecuado de la pandemia del Covid!

Este número atroz pudo ser menor si se hubiera desarrollado una estrategia distinta y responsable por parte de las autoridades federales desde el principio, en aquel lejano marzo de 2020. No se hizo, se minimizó la amenaza. Y cuando los miles de decesos comenzaron a causar alarma social, se pretendió ocultar las cifras.

Vinieron luego las vacunas que, sin duda, evitaron males mayores. Pero el daño ya estaba hecho, encarnado en miles de muertes que pudieron evitarse. No fue solo el Covid, sino el momento en que se presentó en México la más grave amenaza a la salud pública mundial en lo que va del siglo XXI.

Desmantelamiento

Desde 2019 nuestro sistema de salud vivía el desmantelamiento de su red institucional para ser sustituida por un fantasmagórico Instituto Nacional de Salud para el Bienestar (INSABI).

A principios de ese año, la red de producción y abasto de medicamentos al sector público había sido desbaratada bajo el pretexto de actos de corrupción que, por cierto, nunca fueron comprobados y menos llevados ante los juzgados.

Como íbamos, sin Covid hubiera habido problemas: vacunas insuficientes para prevenir enfermedades, en especial en la primera infancia; miles de trabajadoras/es de la salud en la incertidumbre respecto a sus contrataciones; problemas en el suministro de los tratamientos contra el cáncer en las y los niños, así como de las mujeres con cáncer de mama; además, desde 2019 se había cercenado todo tipo de apoyos a las organizaciones sociales que coadyuvaban con el gobierno para la detección y tratamiento de estos tipos de cáncer.

Recursos

La desaparición del Seguro Popular conllevó también una estrategia para apoderarse de los cuantiosos recursos depositados en un fondo que garantizaba el tratamiento de las enfermedades denominadas “catastróficas”.

Lo sabe bien cualquier familia que haya vivido el drama de uno de sus miembros con un tumor en la cabeza, un problema cardiaco o requerimientos de hemodiálisis para sobrevivir.

Si hay coche, se vende; la casa se hipoteca y se piden préstamos a usureros/as, todo con tal de obtener el tratamiento que podría salvar la vida del hijo, hija, la madre, el esposo o abuelas, abuelos.

Esta situación de vulnerabilidad de millones de familias ya estaba presente cuando llegó la pandemia del Covid.

Momento

El virus maligno cayó en el “caldo de cultivo” del desastre institucional que ya azotaba a la salud pública en México.

Miles de personas dejaron de asistir a sus controles periódicos de sus enfermedades crónicas, bien fuera por el temor del contagio o porque su hospital estaba dedicado a atender a quienes habían contraído Covid.

¿Cuántos pudieron haber salvado la vida en circunstancias distintas?

Es difícil calcular un número, más si sumamos a todas aquellas personas que por abstenerse de ir al médico no detectaron con oportunidad sus padecimientos, y cuando consultaron, llegaron tarde. Estos días se llora también a 36 mil personas (35,700) que murieron en forma violenta durante 2021.

Cuatro mil mujeres fueron privadas de la vida (feminicidios). La violencia pura y fría cobra su cuota de muerte entre la juventud.

Duele conocer que la mayoría de los asesinatos fue de jóvenes -hombres y mujeres- entre los 15 y 44 años.

Sumemos los suicidios, cerca de 8,500 (8,432) que también se cebaron en la población de 15 a 34 años. Por cierto, Yucatán ocupa el 2° lugar nacional en suicidios por cada 100,000 habitantes, solo por debajo de Chihuahua.

La salud es prioridad para cualquier gobierno. Su éxito o su fracaso se miden por las defunciones y el crecimiento de la esperanza de vida entre sus habitantes.

Bien dicen las abuelas que “todo tiene solución, menos la muerte”. Es posible que el presidente López Obrador persista en su afán de borrar todo rastro de políticas públicas y programas que, con todas sus deficiencias, permitieron llegar hasta las familias más pobres.

Propaganda

Insistirá en los próximos 23 meses en la propaganda, más que en la atención eficaz a los padecimientos; en armar brigadas que visitarán hogares para prometer -y quizá llevar- medicinas, en especial cerca de las elecciones.

Mientras, las consecuencias del fracaso del INSABI son trasladadas al IMSS-Bienestar, sin los medios y los recursos necesarios para construir un nuevo aparato de salud centralizado en el gobierno federal.

Las políticas de salud tienen que ser pieza angular del proyecto de país que las oposiciones partidistas y las organizaciones sociales propongan a la ciudadanía.

Junto con la educación y el combate a la violencia, forman el “núcleo duro” del bienestar de las personas y de las familias.

Consideren y analicen este dato, demoledor: entre 2020 y 2021 perdimos cuatro años de esperanza de vida. Como sociedad debemos recuperarlos, mientras más pronto nos lo propongamos, mejor.

En Janal Pixán, en las conmemoraciones del Día de Muertos, frente a los altares tradicionales con la cruz verde que simboliza la ceiba maya, o en el altar colorido y alegre adornado con las flores de cempasúchil, recordemos a quienes se fueron y hagamos el compromiso de trabajar para que quienes se vayan lo hagan en el tiempo del Ser Supremo, no en el de la humanidad por la violencia, o del gobierno por sus incapacidades y deficiencias de sus programas.

dulcesauri@gmail.com

Licenciada en Sociología con doctorado en Historia. Exgobernadora de Yucatán

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